Reconozco que me satura acercarme a cualquier supermercado y que la bandera de las proteínas se empeñe en ondear sobre mi cara allá por donde mires. Todo ahora tiene proteínas, o presume de tenerlas, o presume de dártelas.
Por eso, a mí, que me da un poco igual el territorio hiperproteico de lineales de refrigerados donde los lácteos abruman, apuesto de vez en cuando por hacer más proteicos algunos platos domésticos como sucede con las lentejas guisadas.
Para seguir con los reconocimientos, advierto que soy muy fan de las lentejas en cualquiera de sus versiones. Tanto las lentejas estofadas como las lentejas viudas, pero también en clásicos de la cocina española en la que el concurso de los embutidos, bien ligados con las lentejas, es muchas veces imprescindible.
Dan sabor, pero también calorías y un extra de sustancia que, por mantener el tema de reconocer, no siempre se hace amable. Especialmente si después de las lentejas tienes que mantener el nivel de productividad y no te puedes echar una buena siesta.
No desprecio al chorizo. Tampoco a la morcilla. Y tampoco, aunque no soy tan fan como sí son algunos miembros de mi familia, a utilizar oreja y rabo de cerdo en las lentejas estofadas.
Por eso, cuando hago unas lentejas menos poderosas en grasa pero donde no quiero renunciar a la sustancia y, sobre todo, quiero hacerlas algo más completas, mi arma secreta se llama costilla de cerdo.
La podéis utilizar adobada, que sirve para replicar ese sabor que acostumbra a dar el chorizo, pero a mí me gusta más utilizar costilla fresca que, creo, permite dar más juego al sofrito que hayamos hecho y respetar un poco más a las lentejas.
Va en gustos, claro. Sin embargo, creo que marcar un poco la costilla de cerdo fresca –la podéis añadir en tajadas– tras hacer el sofrito queda bien, aunque también podéis marcarla previamente y luego, sobre ese fondo de la cazuela, empezar a hacer la receta de lentejas con costillas.
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